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CELOS VIRTUOSOS

No hay razón para estar celoso de mi amiga Lupita, pero cuando me cuentan las lenguas bífidas, que ella cultiva una vida desenfrenada,  de apetitos  concupiscentes con deseo que se derriten en la primera mirada como si fuera hielo sobre un comal ardiente; se vocifera que sus prácticas alcanzan toda finalidad imaginable, incluso, traspasa la lujuria intransitiva; perversión deshilvanada que se embrolla en una maraña de finalidades subalternas, a las que el hombre más perverso no daba crédito. ¡Yo estaba confundido y estupefacto!.... Debo confesar que además me encontraba muy conmovido, no podía creer lo que me habían contado con pelos y señales. Necesitaba corroborarlo por mis propios ojos; tener los pelos en la mano, pero de momento no sabía cómo hacerlo; no podía contarle a Ileana,  porque estoy seguro que me conminaría a no entrometerme en su vida privada, ella probablemente  se atreviera a preguntarme, ¿acaso tienes alguna razón poderosa para estar celoso?  ¡Y yo,… no sabría qué contestar a semejante pregunta….!

A pesar de todo, había algo en el fondo de mi corazón que me perturba, no porque tuviera interés en ella, sino porque mi afecto y mi amistad incondicional me obligaban cuando menos a saber qué la llevó a tomar semejante conducta. No obstante, me inquietaba, me agitaba el alma que ella se comportara de esa manera. Como amigo, me sentía con derecho a preguntarle por qué una mujer tan sensible como ella, con probada dignidad, tan recatada y con valores morales bien definidos, se  la atribuyeran juicios malvados, exorbitantes. Por lo tanto, me niego rotundamente a imaginar que ella pueda ejercer acciones  excesivas de tal ligereza, en busca del deseo.

¡Tengo que constatarlo personalmente!, no me puedo quedar con esa duda y ese mal sabor de boca, que me corroe el alma; no puedo esperar más,  ¡tengo que comprobarlo personalmente! ¿Pero  si ella se da cuenta que la estoy espiando?..., es probable que tome sus precauciones para evitarme. Sin embargo, a partir de ese momento no cejé ni un instante en  mis intenciones; para ello, tenía que usar mi inteligencia y todas mis habilidades de gato viejo, para llevar a cabo mi desproporcionada curiosidad.

Una mañana me levanté muy temprano y  armado de valor, me dispuse a cometer mi ilícito: Sabía a qué horas regresaba de la visita cotidiana que le hacía a su mamá y además conocía el camino que solía utilizar. Así es que me agazapé, a mitad del camino, como un felino hambriento, listo para saltar sobre mi presa.  Eran casi las ocho treinta de una gélida mañana de invierno, la ruta arbolada estaba sumamente frecuentada y eso me permitió seguirla sin ser visto. Dobló sobre Miguel Ángel de Quevedo con dirección a su casa.  Al llegar a al número 1706, metió el automóvil Peugeot blanco que ella conducía, e inmediatamente, atrás de ella entró otro automóvil de color oscuro, sin placas, con vidrios polarizados. Yo llegué segundos después y aún alcance a ver a través de las rendijas del portón, cómo una banda en procesión la seguía cautelosamente, ella los incitaba con su mirada  ardiente y los  invitaba  a pasar sin ningún recato, con aquella mano vigorosa hacia movimientos repetidos llenos de gracia. Todos los desconocidos vestían con elegancia, a quienes no logre identificar por los gafas oscuras y por la bruma húmeda de la mañana.

 

Me estacioné en la siguiente calle transversal y trepé por la barda vecina, después, subí deslizándome sobre  el tejado de la casa adjunta y posteriormente, salté como gato callejero, trepando por el tronco de un árbol, hasta apostarme por encima del nivel de la ventana de su alcoba; dese aquel lugar dominaba perfectamente su seductora recamara. Ella al entrar se soltó el pelo y dejo caer su vestuario con soltura y gracia, como la serpiente cuando cambia de piel. De ahí paso al estudio más pequeño, pero mejor iluminado. Dio algunos pasos compasados como modelo sobre una pasarela, y de pronto vi cómo  se entregó con pasión desenfrenada a varios  y desnudos pulsadores blanco uno y otros negro, a quienes a intervalos, acariciaba, uno a uno, con pasión desenfrenada. Nada la detenía era acciones que se hacen por el designio humano, como obras que se producen dentro del universo de las cosas más bellas, era un candente coqueteo semejante a un tiempo de allegro con brío ya  que el ir y venir de sus caricias más  bien parecía un allegretto casi andantino: toda  una eufórica que invitaba a participar a una bacanal romana;  Lupita  se comportaba como una fiera en brama. Desde aquel incomodo lugar, agazapado,  con el hígado entre los dientes por la bilis derramada, yo me percataba como doblegaba y poseía a cada uno de aquellos  elementos, con la acostumbrada habilidad y la libre voluntad que la caracteriza, además con una decisión inefable que sólo lo da la experiencia y los años. Yo sentía henchir el alma en cada uno de esas octavas que ella repasaba sin ningún pudor. Los celos mal infundados y sus caricias me enloquecían, no daba crédito a lo que mis ojos observaban impávidos; con los labios resecos,  sus excesos me hacían hervir la sangre.

 ¡Sí por qué no decirlo, de envidia y sensaciones  encontradas!  Mientras ella, con aquellas manos pequeñas, tan delicadas y al mismo tiempo vigorosas, que a intervalos se manifestaban plenas de gracia; tenían el arte de combinar la virtud con la prudencia de los sentidos sensibles, y el dominio escalonado de esos pulsadores blanco y negros, ordenados en octavas que separaban los sonidos con acordes simultáneamente o en sucesión que constituyen una unidad armónica, que expresaban  sonidos melodiosos con silencios inesperados o "punctum contra punctum". Pero con determinación y habilidad, ella marcaba las pausas a lo largo de un tiempo imaginado, que producía secuencias sonoras que transmite sensaciones agradables a mis oídos, al deslizar con placer sus pequeños dedos  que trastocaban  con fuerza las consonancias que emanan de su espíritu. Es la ubicación del placer: la utopía del goce, la esfera del intelecto práctico.

Lupita mezclaba aquellas incontables contracciones reprimidas del estómago, con los acelerados latidos que su corazón lanzaba, la multiplicidad de sus gestos manuales dejaban escapar sonidos sensuales llenos de vida; plenos de lamentos de la carne tremulante, me permitía escuchar frase melodías agradables a mis sentidos, que llegaban excitantes a despertar mi libido, desde aquella alcoba seductora. Contrariamente a la mala opinión que me había hecho, ella tiene en sus manos y en su cuerpo voluptuoso, el arte de la seducción, capaz de liberaba la energía reprimida  por largo ayuno, energía expresiva que hace vibrar todas sus partes erógenas, brota de ella involuntariamente una exagerada lubricidad musical, seguida de  convulsiones pulsionales que se pierden con la distancia: golpean mis tímpanos,  esos sonidos arrancados a esos pulsadores  rígidos como las  teclas de un viejo clavici, que expele  vibratos suaves; gradación de voces que vienen del interior a través de su alcoba. Todos los gestos de ella y sus movimientos seductores, tienen la armonía exótica y la transparencia de una sinfonía, que ejerce  el poder del acabamiento que define la maestría con marcada destreza melodiosa que tiene la poesía, para hacerla volar hacia todos los confines del pensamiento. ¡Sí porque no decirlo, al retractarme de mi anticipada curiosidad mal entendida! Ahí está Lupita y eso me complace tanto,  ella cabalga como diva, sobre aquel artefacto erecto, animal mítico, mitad monstruo mitad ángel: y gozosa sobre las cómodas ancas de su Steinway favorito.

21-jun-2010

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